Recuerdo que de chicos mi madre nos llevaba, a mi hermana y a mí, a ver las procesiones de Semana Santa “a casa de la abuela Florencia”. Por muchos años que pasen, y que han pasado desde entonces, ese recuerdo sigue tan fresco y limpio en mi memoria que aún puedo verla dejando sobre la cama, inmaculada y perfectamente estirada, la ropa de los domingos, para después pasar revisión militar a nuestras orejas, codos, cara…y ánimo, entre delicados pero precisos y preciosos movimientos de sus manos.
Aunque teníamos edad suficiente como para poder hacerlo nosotros solos con un resultado más que pasable, era ella quien ceremoniosamente abotonaba mi camisa y se aseguraba de que el vestidito de mi hermana “estuviese derecho”. Nosotros la dejábamos hacer, quietos como muñecos, correspondiendo a su dulzura con tiernas sonrisas y sin dejar escapar ni una sola replica o súplica por la boca. Una vez preparados, nos instaba a aguardarla en el comedor en pie, “no arruguéis la ropa que yo no tardo nada”, y sorprendentemente así era. No me he encontrado nunca a una mujer que fuese capaz de aparecer tan radiante empleando tan poco tiempo como a mi madre. (Sin ir más lejos, mi hermana. Cada vez que uno de sus “rollos”, viene a recogerla a casa, me endosa a mí al susodicho para que le de conversación mientras ella “se da los últimos retoques”. Que ya me dirán que retoques son esos porque vamos, yo por lo menos no encuentro la diferencia – y miren que soy observador eh?- entre el antes y el después, y tras media hora digo yo que alguno debería ser perceptible. Pero de mi hermana y sus romances hablaré otro día).
Como decía, mi madre se apañaba y lo disponía todo con la precisión de un relojero suizo. Nos cogía de las manos y salíamos a la calle. “Venga, que no llegamos a las torrijas”. A nosotros se nos iluminaba la cara con aquello. Como mandaba la tradición impuesta por su suegra, antes de que el paso saliese de la iglesia toda la familia tenía que estar allí para rezar un par de oraciones y merendar antes de salir al balcón a ver la procesión. Recuerdo que nosotros movíamos la boca sin decir nada, aguantando la risa por verles a todos haciendo lo mismo: guardando idénticas pausas para tomar aire, cerrando los ojos, meneándose ligeramente en las sillas hacia delante y hacia atrás con el Rosario en las manos. El rezo de sus voces parecía el zumbido de una mosca que aterriza y alza el vuelo una y otra vez. Se apagaba y volvía a alzarse constantemente.
Luego llegaba el momento que mi hermana y yo esperábamos con la misma avidez y predisposición que el tío Pablo la apertura de la tasca de Fermín El Cojo a media tarde. Tras una mañana entera metida en la cocinilla, la abuela exponía ante nosotros sin reparos el Santo Grial del Dulce; y sin reparos y tras prometer un par de veces que teníamos las manos tan limpias como los chorros del oro, dábamos buena cuenta de torrijas, buñuelos, rosca de fideos con miel y tortas de harina, con la misma gratitud que falta de medida.
Con la barriga llena y el espíritu henchido de paz, ellos salían al balcón a tomar el aire hasta la hora en la que la imagen pasase por allí, dejándonos a nosotros de encargados del brasero para que el abuelo, que no podía salir fuera y que no había hablado en toda la tarde, no cogiese frío.
-¿Y quiénes dicen que son ustedes?
- Abuelo, somos tus nietos, pero no hemos dicho nada – sonreí en lo que fue un dibujo tímido y cansino en la comisura de mis labios.
-Ah, muy bien. Déme una de esas, Señor Nieto – nos pedía con la vista fija en la bandeja de la merienda – que se han puesto ustedes torrados y a mí que me cante el sereno.
Nos mirábamos indecisos y nos vino a la cabeza la imagen de Don Julián Hermosilla, el médico se lo tenía prohibido.
-No podemos, abuelo. El Señor Julián y la abuela dicen que…que no.
-Vaya, esos dos dicen que no. Bueno si ellos lo dicen que saben más…¿Qué hacéis aquí? – inquirió, medio abatido.
-Venimos a ver la procesión, hoy es Jueves Santo – contestamos al unísono.
-Jueves Santo, ya entiendo. Pues hace calor para estar en Abril… - comenzó entonces una diatriba sin sentido respecto a como el verano iba adelantando su llegada con el paso de los años. Nosotros no hacíamos mucho caso hasta que nos dimos cuenta de que nos miraba fijamente con esa expresión desubicada que normalmente poseían sus ojos desde que catorce meses atrás comenzara su declive; no sé qué relacionado con el trabajo en la mina durante prácticamente toda la vida.
- Yo antes iba a las procesiones, ¿saben?, y a misa con mi mujer, rezaba y todo. Pero ahora me lo tienen prohibido, como el vino y la tortilla de patatas con cebolla. ¡Si hasta de joven pensé en meterme a cura!, pero claro, luego conocí a la Florencia y ya pueden imaginar ustedes, pero me costó lo mío ¿eh?, que la Florencia ahí donde la ven es hija de Tomás el de la Guardia Civil, y en el pueblo nos conocemos todos. Hasta que no fui a su casa ni cogernos de la mano, oigan, y de lo demás no la convencí hasta que empecé a buscar anillo. Había dias que miraba el Santoral buscándome y todo, pueden imaginar mi paciencia. Pero ay, que recompensa tuvo tanta devoción.
Nos reímos nerviosos imaginándonos al abuelo agarrado de la mano de abuela y con una sudoración digna del campeón olímpico de fondo.
- ¿Quieres que te saquen al balcón y la ves? – sugerimos piadosos.
- Va, si de todas formas no iba a verlo, de joven vista de águila, no se crean, y además ahora me regañan por todo…pero una de esas tortas… - lo intentó de nuevo, si es que recordaba que lo había pedido hacía cinco minutos. Negamos suavemente con la cabeza y pareció resignarse.
- A mi no me gustan las procesiones, me dan miedo – dijo mi hermana.
-Tú te asustas con todo – en realidad a mi me pasaba lo mismo. Tanta gente detrás de la enorme imagen, todos en silencio, las capuchas de los nazarenos y el ruido de los tambores golpeando mi pecho me inducían un frenesí pavoroso que no me abandonaba en muchas noches. Eso sí, no iba a reconocerlo delante de ella e intenté cortar el tema, sin éxito. Ella repuso varias veces y yo volví a contestar otras tantas.
- Yo también – espetó mi abuelo de sopetón – Cuando las oigo venir a lo lejos creo que van a llevarme con ellas. Dios está enfadado conmigo, por eso me mandó a la mina y me ha sentado en este sillón, fíjense ustedes, ni moverme puedo. Razones le he dado, desde luego, como aquella vez que echamos más mano de la cuenta al cepillo de la Dolores, o aquella competición de pedos dentro de la sacristía y que dijimos que había sido la tía de Germán, hasta las ventanas tuvieron que abrir, créanme - siguió contando historias y anécdotas a los dos pequeños desconocidos que tenía delante con un entusiasmo que no se agotaba. Mi abuelo, aquel viejo arrugado que no nos reconocía y al que la vida, hacía unos meses, privaba de muchas cosas, nos pareció el hombre más honesto y, por mucho que hubiese que cambiarle de calzones cuando le venían las ganas, digno del mundo. Reconfortó nuestras almas y nuestros corazones con la cordura de sus incoherencias.
Pasó la tarde tan rápido, entre sus dimes y diretes, que no nos dimos cuenta del atronador silencio hasta que mi madre apareció por la puerta del balcón para decirnos que ya llegaba el Cristo. Yo maldije el que me apartaran del lado de aquel hombre al poco a poco estábamos conociendo esa tarde, me importaba un pimiento la procesión y todo lo demás. Eso sí, cuando la mirada de mi madre se endureció salimos sumisos. Antes de eso prometí que cada Jueves Santo, mientras fuese posible, lo pasaría con el viejo minero. Le besé en la mejilla con cariño y me dirigí al balcón, iluminado ya por las luces de las velas que llevaban los nazarenos. A mi espalda escuché de nuevo su voz y no pude evitar sonreír.
-Y ¿un buñuelito?, sólo uno, se lo prometo.
El resto de mi familia me pregunto que me pasaba. Yo respondí que nada sin perder la sonrisa.